“Santos serán a su Dios, y no profanarán el nombre de su Dios, porque las ofrendas encendidas para Jehová y el pan de su Dios ofrecen; por tanto, serán santos” (Lev. 21:6).
Aquí tenemos todo un capítulo dedicado a la santidad que Dios espera ver en sus siervos los sacerdotes. La primera cosa que considera es la mujer con quien se casa: “Con mujer ramera o infame no se casarán, ni con mujer repudiada de su marido; porque el sacerdote es santo a su Dios” (v. 7). No podían casarse con una prostituta o con una mujer divorciada, porque el sacerdote tiene que ser santo: “Tomará por esposa a una mujer virgen. No tomará viuda, ni repudiada, ni infame ni ramera, sino tomará de su pueblo una virgen por mujer, para que no profane su descendencia en su pueblo; porque yo Jehová soy el que los santifico” (v. 13, 14). Ni su esposa, ni su hija podían ser de mala reputación: “Y la hija del sacerdote, si comenzare a fornicar, a su padre deshonra; quemada será al fuego” (v. 9). No menciona a los hijos, porque ellos serán sacerdotes y tendrán que encajar con lo Dios ya ha dicho en cuanto a sacerdotes.
En el Nuevo Testamento entran factores parecidos en la lista de calificaciones para el anciano y su familia: “Es necesario que el obispo sea irreprensible, marido de una sola mujer… que gobierne bien su casa, que tenga sus hijos en sujeción con toda honestidad” (1 Tim. 3:2, 3). Si eres joven y el Señor te ha llamado a servirle, tienes que buscar por esposa a una mujer espiritual, santa, consagrada a Dios y apta para acompañarte en tu ministerio. Y si uno es pastor, su familia tiene que ser ejemplar, para honrarle a él y a su Dios.
“Le santificarás (al sacerdote), por tanto, pues el pan de tu Dios ofrece; santo será para ti, porque santo soy yo Jehová que os santifico” (v. 8). El sacerdote tiene que ser santo porque Dios es santo. Los de la congregación tienen que considerarle santo, porque está apartado para servir a Dios. Luego Dios dice que Él es quien santifica. Es Él que aparta a gente para su servicio, y ellos tienen que ser respetados.
“Habla a Aarón y dile: Ninguno de tus descendentes por sus generaciones, que tenga algún defecto, se acercará para ofrecer el pan de su Dios… Porque yo Jehová soy el que los santifico” (v. 21, 23). El sacerdote tenía que ser santo, sin defecto, tenía que casarse con una mujer pura, y sus hijas no podían deshonrarle con una vida de inmoralidad. Cinco veces en este capítulo dedicado al sacerdote, Dios habla de la santidad. El Dios santo quería sacerdotes santos para ministrar a un pueblo santo. ¿En el Nuevo Testamento va a querer menos?
“Mas vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios, para que anunciéis las virtudes de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz admirable” (1 Pedro 2:9). Nos ha dado Su Santo Espíritu para hacer real en nosotros la santidad que nos ha imputado por la fe, para que seamos santos en la práctica, como lo somos posicionalmente, porque nuestro Dios es santo.