LA MUERTE DE LA CARNE

“Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo” (Gal. 2:20).

            Hoy es el día de mi entierro. He creído que Cristo murió por mí, pero nunca he tenido la experiencia de morir con él. He vivido la vida cristiana de fracaso en fracaso, pues, no se puede vivir la vida cristiana en la carne de otra manera. Es imposible. Sin la experiencia de morir con Cristo, no se puede resucitar con él para vivir su vida de victoria sobre el pecado; el pecado sigue reinando. Confieso que vivo según mi vieja naturaleza en la carne, el viejo hombre, mi personalidad carnal, mi carácter humano, mis esfuerzos religiosos, y mis buenas intenciones. Voy de derrota en derrota. Mis relaciones no funcionan. No vivo en el amor y la paz de Dios, sino con grandes esfuerzos y determinaciones para superar lo que soy en la carne, intentando mejorar mi carne, cuando lo que debería hacer es crucificarla: “Los que son de Cristo han crucificado la carne” (Gal. 5:24). Si esta es tu experiencia y estás harto de la vieja vida carnal y quieres entrar en la vida de libertad en el Espíritu, crucifica tu carne. Humíllate delante de Dios, y ora algo así:

Padre amado, vengo delante de ti como una fracasada espiritual. No puedo más. Me rindo. Estoy harto de mí misma. Mi carne es corrupta. Me traiciona. No quiero vivir más en la carne. Mi carne es mala: es falsa, hipócrita, engañadora e impotente para hacer el bien. Intento, pero no puedo. Tu Palabra dice que los que viven en la carne no pueden agradarte, y sé que cómo yo vivo no te agrada. Soy un fariseo: sé hacer el bien y no lo hago. Soy hipócrita: en la iglesia soy buena persona y en casa grito y insulto. He leído las Escrituras mil veces, pero no cumplo lo que sé de memoria. Soy embustera, un farsante religioso. Creo lo que la Palabra dice, pero no lo hago. Llevo toda la vida en la iglesia, pero no soy transformada; no me parezco a mi Señor. Vengo delante de ti como aquel publicano: “Dios, se propicio de mí, pecador”.

Mi carne tiene que morir. Tu sentencia sobre mí es justa. Soy culpable. Mi carne debe morir. Muero con Cristo. Subo a la cruz con él. Pongo mis manos donde las suyas, mis pies donde los suyos, mi cuerpo encima del suyo para morir la muerte lenta de crucifixión. Muero a mis ideas, mis planes, mi confianza en mí misma, mi religiosidad carnal, mi autosuficiencia, mi prestigio en la iglesia evangélica, mis costumbres religiosas, mi idea de la vida cristiana; también a mi mala lengua, mi mal genio, mi temperamento, mi ira descontrolada. Muero a mi impotente espiritualidad. Muero a mi vocabulario sucio, mi desprecio y odio a los que debo amar, mi incapacidad de amar, a mi propia justicia forjada en años de vida de iglesia. No vale nada. Tú ves cómo soy. Lo encubría, pero ahora lo crucifico delante de la vista de todos: mi corrupta, putrefacta carne. La dejo en la cruz todo el resto de mi vida, para ir muriendo, y cada vez que baja de la cruz (porque sé que bajará), la vuelvo a subir, porque este es su sitio. Me considero muerto con Cristo.

Ahora Padre, pido que me llenes de tu Espíritu, de vida nueva en Cristo. Resucito con Él. Lléname de tu Espíritu. Lléname del poder para vencer el pecado. Lléname del amor de Cristo, de su humildad y paciencia, de su bondad y dominio propio, de toda la vida de él. Dame el poder para amar como Él amaba y servir como Él servía. Ayúdame a formar nuevos hábitos, a pasar tiempo en tu presencia cada día, a confesar mis pecados enseguida, a depender totalmente de ti, a orar sin cesar. Enséñame tu belleza y llévame a una relación de adoración contigo. Quiero conocerte en un plano nuevo, como el Dios vivo que aporta vida gloriosa, momento tras momento. En el nombre de Cristo, Amén.