LO QUE DIOS HIZO

“¡Cómo nubló en su ira a la capital de Sión! ¡Cómo arrojó del cielo a la tierra el esplendor de Israel! El día de su ira no se acordó del estrado de Sus pies” (Lam 2:1).

            En tu libro de historia leerás como Jerusalén fue vencida y destrozada por el ejército de Babilonia, pero el creyente comprende que detrás de todo está la mano de Dios. No ocurre nada si Él no lo permite, y lo que Él permite lo hace. No fue que Dios permitió la destrucción de Jerusalén, lo hizo. La mano que usó para hacerlo fue la de Nabucodonosor. Aquí en ocho versículos gráficos se nos dice con toda claridad que fue Dios quien trajo calamidad sobre su amada Jerusalén: “Adonay destruyó sin compasión todas las moradas de Jacob. Derribó en su indignación las fortalezas de la hija de Judá, al rey y a sus príncipes echó por tierra deshonrados. En el ardor de su ira cortó todo el poderío de Israel” (2: 2, 3).

            Luego el texto da con la explicación de cómo el enemigo pudo realizar tanto estrago: “Al llegar el enemigo retiró su diestra” (v. 3). Dios retiró su protección. Esta es la única manera que el enemigo nos puede hacer daño. Como creyentes tenemos una valla de protección alrededor nuestro que el enemigo no puede penetrar. Somos invulnerables a no ser que Dios, por algún motivo que Él tiene, decide dejar entrar el enemigo. Nunca nos abandona, pero sí permite la obra del enemigo por los fines que Él tiene en mente. Si no fuera por esto, no habría mártires. Pero si no fuera por su protección, ¡no habría iglesia! ¡El enemigo nos habría matado a todos! En el caso que tenemos por delante Dios utilizó la mano de Babilonia para hacer que Israel volviese al Señor.

            Lo que sigue es una larga relación de todo lo que Dios hizo contra Israel: “Encendió en Jacob un llameante fuego, que ha devorado todo en derredor. Entesó el arco como un enemigo, aplicó su diestra, y enemistado, ha destruido a todo los jóvenes en flor; en la tiendas de Sión ha derramado su indignación como un fuego. Adonay llegó a ser como enemigo: se ha tragado a Israel. Devoró su ciudadela…Ha multiplicado el lamento y el luto en la hija de Judá” (v. 3-5).  Cuando Dios llega a ser como enemigo, no hay enemigo humano comparable. Nadie puede mantenerse en pie en el día de su ira.

            En adición, Dios dejó el templo: “Violentó su Tabernáculo: destruyó su lugar de reunión. YHVH ha hecho olvidar en Sión las fiestas solemnes y el sábado, y en el ardor de su ira rechazó al rey y al sacerdote. Adonay ha repudiado su Altar; ha abandonado su Santuario” (v. 6, 7).  La destrucción de la ciudad es una cosa, pero el abandono de Dios de su tiemplo es otra, mucho más devastador, desolador, y desconsolador. Era su Dios. ¿Cómo les iba a dejar? El templo era su morada, y ahora yacía en ruinas. Había sido despojado de sus tesoros, sus hermosas decoraciones, sus muebles, hasta sus paredes.  Sus sacerdotes estaban muertos. Ya no podía funcionar. No había gente para acudir: la mayoría de los sobrevivientes estaban en el exilio. Y los pocos habitantes que quedan lamentan la magnitud de su pérdida. ¿Nunca más volverá Dios a estar en medio de ellos? Esta es la pregunta tormentosa en la mente de todos los que le amaban.