“Examinemos y escudriñemos nuestros caminos, y volvamos a Yahweh! Alcemos nuestro corazón hacia nuestra manos y nuestras manos hacia Dios en los cielos, diciendo: Nosotros hemos trasgredido” (Lam. 3:40-42).
Esto es lo que ha hecho el profeta. Ha confesado el pecado de Israel, incluyéndose a sí mismo como parte de la nación que ha ofendido a Dios. También ha pedido que Dios les libre de la obra del enemigo quien está aprovechando su caída para pisotearlos, para regocijarse en su ruina y para saquear la ciudad indefensa. Cuando Dios nos tiene que corregir por nuestro pecado, hemos de hacer lo mismo. Tenemos que humillarnos bajo la poderosa mano de Dios y reconocer su soberanía y justicia en todo lo que nos ha pasado: “Humillaos bajo la poderosa mano de Dios” (1 Ped. 5:6). Luego, debemos buscar protección del enemigo que aprovecha nuestra debilidad: “Sed sobrios, y velad; porque vuestro adversario el diablo, como león rugiente, anda alrededor buscando a quien devorar; al cual resistid firmes en la fe” (1 Pedro 5: 8, 9).
Una vez hecha la oración, ¿vemos resultados inmediatos? No. Allí puede entrar el desánimo y allí entra el diablo. Dios nos ha oído, pero la situación continúa igual. Hemos de ser pacientes. ¿Cómo seguía la situación en Jerusalén? Igual. La gente seguía muriéndose de hambre: “De pura sed, la lengua del lactante se pegó a su paladar, los niños piden pan, y no hay quien se los reparta” (4:4). “Más dichosas fueron las víctimas de la espada que las víctimas del hambre. Éstas se consumen lentamente, por falta de los frutos del campo” (4:9). Siguen cometiéndose barbaridades: “Manos de mujeres compasivas cocinaron a sus propios hijos; los sirven de comida en la gran calamidad de la hija de mi pueblo” (4:10). Estaba ocurriendo lo más horrible que se puede imaginar.
Se confunden: “No creían los reyes de la tierra ni los habitantes del mundo, que adversarios y enemigos entrarían por las puertas de Jerusalén” (4: 12). La gente estaba engañada, tenía una esperanza falsa, confiando en que Dios les defendería porque su templo y su presencia estaban allí. Habían sido engañados por sus falsos profetas. Ocurrió debido a su pecado: “Es por los pecados de sus profetas, por las iniquidades de sus sacerdotes, los cuales derramaban en medio de ella sangre de los justos” (4:13). Dios castigó a los sacerdotes por su tremendo pecado: “Deambulan como ciegos por las calles, contaminados con sangre, de modo que nadie puede tocar sus vestidos” (4:14). La gente se apartaba de ellos, espantados al ver su ruina. Lo mismo pasaba con los príncipes que se habían opuesto a Jeremías: se habían reducido a pordioseros.
El enemigo seguía haciendo daño: “Acechan nuestros pasos para que no entremos en nuestras plazas. Nuestros perseguidores han sido más raudos que las águilas del cielo… El aliento de nuestra vida, el ungido de Yahweh (el rey), fue atrapado en sus fosos” (4:20). Termina Jeremías hablando de cómo Dios va a castigar a sus enemigos, los de Edom, pero Jerusalén dejará de sufrir y será restaurada: “¡Oh hija de Sión, el castigo de tu maldad se ha cumplido! No serás llevada más en cautiverio. Pero, oh hija de Edom, se visita ya tu iniquidad, se pone en descubierto tu pecado” (4:22). Después de humillarnos bajo la poderosa manos de Dios, Él nos exalta cuando sea tiempo (1 Pedro 5:6). El resultado de la oración viene, pero a largo plazo.