“Mas Jesús, habiendo otra vez clamado a gran voz, entregó el espíritu, y he aquí, el velo del templo se rasgó en dos, de arriba abajo; y la tierra tembló, y la rocas se partieron; y se abrieron los sepulcros, y muchos cuerpos de santos que habían dormida, se levantaron; y saliendo de los sepulcros, después de la resurrección de él, vinieron a la santa ciudad, y aparecieron a muchos” (Mateo 27:50-53).
En conexión con la muerte de Cristo, tres cosas ocurrieron: se rasgó el velo del templo, hubo un gran terremoto que sacudió la tierra, y resucitaron algunos santos que habían muerto, y aparecieron en la ciudad. Estos potentes actos de Dios nos explican el significado de la muerte de Cristo. El velo del templo que impedía acceso al Lugar Santísimo del templo en Jerusalén se rasgó en dos, simbolizando que la muerte de Cristo consiguió libre acceso a la presencia de Dios para todo creyente. Santos resucitaron después de la resurrección de Cristo. Esto es mencionado aquí porque es uno de los resultados directos de la muerte de Cristo. Debido a su resurrección, nosotros también vamos a resucitar; su muerte nos da vida eterna. Y la tercera cosa que ocurrió simboliza el gran juicio: Se abrió la tierra y se partieron las rocas. La muerte de Cristo fue el juicio de Dios sobre el pecado. Cristo fue enjuiciado en nuestro lugar. Ya no vamos a ser juzgados y castigados por nuestro pecado porque Cristo llevó nuestro castigo sobre sí mismo en el madero. Estas tres cosas también tienen su significado por los que no son de Cristo. Van a sufrir la terrible ira de Dios sobre ellos, el juicio, la condenación, la exclusión de la presencia de Dios y la muerte eterna, todo lo que no va a sufrir el creyente debido a la muerte de Jesús en su lugar.
Hubo un poder en esta sangre tan fuerte que nosotros no podemos empezar a medirlo. Su muerte es poder de resurrección. La sangre que fue derramada pone al revés el orden de la naturaleza. ¡Rompe el ciclo de “vida y muerte” y lo cambia en “vida, muerte y vida eterna”! Ya no hay muerte y corrupción, sino que el velo que separaba de Dios está corrido para que la muerte del creyente dé lugar a su misma presencia en el Cielo.
Cuando nosotros confesamos nuestros pecados reclamando el perdón “por la sangre de Cristo”, el poder de Dios actúa para limpiarnos de toda maldad y darnos nueva vida. Cuando confesamos los pecados de otros como nuestros, intercediendo por ellos, identificándonos con ellos como parte de la misma familia o iglesia o pueblo, el poder de Dios se desata para perdonar y dar vida: “La sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado. Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros. Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad” (1 Juan 1: 7-9). Hay poder en la sangre, poder para partir corazones de piedra y resucitar de la muerte a personas muertas en delitos y pecados. Reclama la sangre por ellos. Confiesa su pecado como el tuyo y pide perdón por los dos, o por todo el colectivo. “Yo y la casa de mi padre hemos pecado” (Neh. 1:6) fue la poderosa oración intercesora de Nehemías que movió el corazón de Dios para resucitar los muros derribados de Jerusalén y dar vida a sus habitantes. Jesús “derramó su vida hasta la muerte, fue contado con los pecadores, habiendo él llevado el pecado de muchos, y orado por los transgresores” (Is. 53:12). ¡Cuéntate con los pecadores! ¡No eres mejor! Confiesa sus pecados como si fueran tuyos, y la sangre de Cristo conseguirá el milagro del perdón y vida de resurrección para los por los cuales tú intercedes. ¡Hay poder en la Sangre!