LA CASA DE DIOS

“¡Cuán amables son tus moradas, oh Jehová de los ejércitos!” (Sal. 84:1).

El deseo del corazón del salmista era estar cerca de Dios. Escribió: “Anhela mi alma y aun ardientemente desea los atrios de Jehová; mi corazón y mi carne canta al Dios vivo” (v. 2). Por eso compuso un salmo acerca del templo de Dios y habló de subir a Jerusalén como peregrino. En aquellos tiempos la morada de Dios era el templo y uno tuvo que desplazarse para estar cerca de Él. El que ama a Dios hace eco del clamor de los hijo de Coré. Su alma anhela, aun se desmaya, por la cercanía de Dios. Su corazón y su carne claman por el Dios vivo.

La bendición a partir de Pentecostés es que no tenemos que subir a Jerusalén para estar cerca de Dios, porque ha hecho de nuestros cuerpos su templo. Somos la morada del Dios vivo. Pero seguimos con el mismo anhelo para mantener una comunión perfecta con Él, sin que nada la estorbe.  

La golondrina ha encontrado su hogar en el templo, en el patio, donde estaba el altar de sacrificios. Allí ha construido su nido donde puede tener a sus polluelos, al amparo de la casa de Dios. Este mismo deseo comparte el padre cristiano, el de criar a sus hijos en la presencia de Dios, muy cerca de la cruz de Cristo.

El salmista pronuncia tres bienaventuranzas: Feliz el que vive en la casa de  Dios: “Bienaventurados los que habitan en tu casa; perpetuamente te alabarán. Selah” (v. 4). Feliz el que encuentra sus fuerzas en Dios: “Bienaventurado el hombre que tiene en ti sus fuerzas” (v. 5). Feliz el que ha puesto su confianza en Dios: “Dichoso el hombre que en ti confía” (v. 12). Somos el templo de Dios y feliz es el que mora en Dios y Dios en él, sacando fuerzas de Él, y confiando en Él. Es una bendición enorme poder poner nuestra confianza en Él en todos los vaivenes de la vida.

“¡Cuán bienaventurado es el hombre que tiene en Ti sus fuerzas, en cuyo corazón están las sendas”. Una nota en la Biblia Textual explica que se refiere a las sendas que llevan a Sión. El significado es que felices son los pelegrinos que han puesto su corazón en subir por los caminos que conducen a Sión. El creyente de hoy tiene la misma disposición. Ha salido del peregrinaje hacía la Jerusalén celestial y ama sus sendas. Al pasar por los disgustos de la vida que le pillan de camino los convierte en bendiciones: “Atravesando el valle de lágrimas lo cambian en fuente, cuando la lluvia llena los estanques. Irán de poder en poder; verán a Dios en Sion” (v. 6, 7).

Aunque nuestro corazón sea el templo del Señor, seguimos deseándole apasionadamente, como el salmista. Anhela mi alma y aun ardientemente desea la presencia de Dios. Tenemos al Señor y deseamos tener más de Él, vivir en mayor santidad y disfrutar más profundamente de la comunión con Él. En nuestro corazón están los caminos que conducen a la Jerusalén de arriba. Vamos de peregrinaje a la Ciudad Santa, no cada vez más cansados, aunque el camino es cuesta arriba, sino de fuerza en fuerza, hasta ver a Dios en Sion.