JERUSALÉN EN RUINAS

“Las calzadas de Sion tienen luto, porque no hay quien venga a las fiestas solemnes; todos sus puertas están asoladas, sus sacerdotes gimen, sus vírgenes están afligidas, y ella tiene amargura. (Lam. 1:4).

            ¿Qué haces cuando tu ciudad ha sido arrasada y todas sus habitantes muertas? ¿Sacar tu móvil para distraerte? Jeremías enfrentó la realidad e intentó asimilarla. Se quedó quieto contemplando la magnitud del desastre. La ciudad está vacía. Sus anteriores habitantes están o bien muertas o bien en el exilio.  “Jehová la afligió por la multitud de sus rebeliones; sus hijos fueron en cautividad delante del enemigo. Desapareció de la hija de Sion toda su hermosura” (1:5, 6). Solo quedan montones de escombros. Su pueblo cayó en manos del enemigo y no hubo nadie que le ayudase. Contaba con la ayuda de sus aliados, pero no acudieron en su defensa. Su caída fue asombrosa. Fue humillada hasta el asombro, no tiene consolador. El tono es trágico. Es de duelo y quebrantamiento. El profeta está en un estado de shock. No puede asimilar la magnitud de la calamidad. Es mayor de lo que podría haber imaginado. Se queda mirando la horrorosa cara de la muerte y gime de angustia.

Clama a Dios: “¡Mira, oh Yahweh, mi aflicción, porque el enemigo se ha engrandecido!” (v. 9). El enemigo ha triunfado. ¿Pero no acaba de decir que fue Dios el que trajo todo este mal sobre la amada cuidad debido a su persistente pecado? (v. 5). Así que, no es el enemigo, es Dios, ¿no? Pero Dios es quien dejó que el enemigo triunfase. Ambas cosas con ciertas, Dios lo hizo y el enemigo lo hizo. La cuestión muda es: ¿Cómo se puede remediar la situación? Hasta que no tenga la respuesta, no habrá consuelo para el profeta. Está desolado.

“El adversario ha echado mano a todos sus tesoros, ella ha visto cómo los gentiles entraban en el Santuario, aunque Tú diste orden que no entraran en tu congregación” (v. 10). Paganos ha saqueado el templo. Entraron en el sagrado santuario de Dios donde ni podrían entrar los mismos judíos a no ser que eran sacerdotes, y lo han profanado. Delante de la violación de lo sagrado los judíos han sufrido la última humillación. Jerusalén ha sido violada y dejada para morir de hambre. Los sobrevivientes están muriendo en la calle: “Todo su pueblo entre gemidos anda pidiendo pan, cambian sus tesoros por comida” (v. 11).

“Vosotros, que pasáis de largo, ¿no os importo esto? Contemplad y ved si hay dolor como el mío, como el que me ha sobrevenido, con el que Yahweh me ha afligido en el día de su ira. De los cielos lanzó un fuego que ha penetrado en mis huesos” (v. 12, 13).  El profeta deja de hablar acerca de la desolación de Jerusalén como algo fuera de él, y empieza a hablar en primera persona. Habla de su dolor, de lo que le ha sobrevenido a él. ¿Quién habla, él o Jerusalén? Todo lo que le ha pasado a ella es como si le hubiese pasado a él. ¿Dónde termina él y dónde empieza Jerusalén? Todo es uno. Lo que ha pasado a Jerusalén le ha pasado a él.

Si en toda la Biblia hay una descripción de cómo se siente la persona cuando el juicio de Dios ha caído sobre ella, aquí la tenemos. ¡Pero nadie lee este libro, aparte de los bien conocidos versículos en medio: 3:22, 23! Es demasiado fuerte. Es poesía. Es demasiado dramático. No nos gusta leer acerca de un Dios que deja caer su ira. No concuerda con nuestro concepto de Dios. Preferimos leer las partes de la Biblia que nos consuelen, el Salmo 23.  Lo que tenemos aquí es un profeta con el corazón hecho trizas por el sufrimiento de su pueblo bajo la ira de Dios. No es un reportero de canal 3 de la televisión dando un breve informe acerca de una ciudad destruida por la guerra, sino un hombre de Dios intentando poner en palabras los sentimientos de desolación y muerte bajo la justa ira de  Dios: “Yahweh me ha afligido en el día de su ira. De los cielo lanzó un fuego que ha penetrado en mis huesos”. ¿Cómo será el día de Juicio? Lee este libro para descubrirlo.