“Éstos son los que han salido de la gran tribulación y han lavado sus ropas, y las ha emblanquecido en la sangre del Cordero. Por esto están delante de Dios, y le sirven día y noche en su templo; y el que está sentado sobre el trono extenderá su tabernáculo sobre ellos; ya no tendrán hambre ni sed, y el sol no caerá más sobre ellos, ni calor alguno, porque el Cordero que está en medio del trono los pastoreará, y los guiará a fuentes de aguas de vida” (Ap. 7:15-17).
¿Quiénes son éstos que están en el cielo? Son los que son inmaculados. La única manera de poder acceder al cielo es por ser lavado en la sangre del Cordero. A algunos esto les suena como sanguinario o primitivo, hasta repugnante. Pero para los que estamos acostumbrados a la frase y hemos vivido la experiencia, es entrañable, personal y íntimo. No nos repugna la sangre de Cristo, al contrario, nos lleva a la reverente adoración de su Persona, porque para poder ofrecer el remedio para nuestra suciedad, tuvo que derramar su sangre hasta la muerte y lo hizo, movido por compasión y amor hacia el vil y despreciable.
Por esto están delante de Dios, sirviéndole día y noche, porque han sido lavados y es su forma de expresar gratitud. No están pasivos y contemplativos, sino activos, sirviendo a Dios delante de su trono en su templo. Si no estuviesen limpios, no tendrían acceso a Dios. Y si Cristo no hubiese abierto el camino nuevo al Lugar Santísimo, a través del velo rasgado de arriba abajo, por el derramamiento de su sangre, tampoco. En el Antiguo Testamento el trono de Dios estaba ubicado en el tabernáculo, concretamente en el Lugar Santísimo, solo abierto al sumo sacerdote en el Día de Expiación, una vez al año. Ahora, por la sangre de Cristo, todos los creyentes tenemos acceso continuo al trono de Dios, como reyes y sacerdotes, y en esta capacidad los redimidos le sirven día y noche.
La frase siguiente es también entrañable: “Extiende su tabernáculo sobre ellos”. Dios mismo llega a ser su tabernáculo: “Y no vi en ella templo; porque le Señor Dios todopoderoso es el templo de ella, y el Cordero” (Ap. 21:23). “Ha extendido el borde de su capa sobre sus siervos” (Rut 3:9) y los ha cubierto. Él es su refugió, su protección, su morada y su hogar eterno. Los satisface: “Ya no tendrán hambre ni sed, porque el Cordero que está en medio del trono los pastoreará, y los guiará a fuentes de aguas de vida”. Como su buen Pastor los conduce “junto a aguas de reposo y en lugares de delicados pastos les hace descansar” (Salmo 23:2).
El Pastor es también su Consolador: “Enjugará toda lágrima de los ojos de ellos” ¿Entramos en el cielo llorando? Hemos pasado por el valle de sombra de muerte con el consuelo de su presencia. Hemos cruzado el Jordán en el barco con Él, a través de la última tempestad de la vida, y hemos llegado bien al buen puerto celestial, al refugio de reposo. ¿Por qué, entonces, las lágrimas? ¿Por todos las tristezas de la vida que ahora hemos dejado atrás? ¿Significa que nos consuelo por todo lo que hemos pasado en esta vida? , o ¿que borra la memoria de nuestros sufrimientos aquí abajo? ¿O significa que nos revela cómo estos sufrimientos formaron parte de un plan mayor que no entendíamos, pero que ahora nos es revelado? Posiblemente el significado sea este último. Ahora no solo estamos consolados, sino alabando a Dios por todo el pasado. Con entendimiento perfecto viene el consuelo perfecto.
No podemos por menos que notar la intimidad aquí representada. Somos lavados en su sangre, y su mano llagada es la que enjuga las lágrimas de nuestro sufrimiento. Solo quedan las marcas del suyo. Nos encontramos totalmente limpios, alimentados, protegidos, provechosamente ocupados y totalmente consolados. Por fin estamos en casa.