“Así dijo Jehová: En tiempo aceptable te oí, y en el día de salvación te ayudé; y te guardaré, y te daré por pacto al pueblo, para que restaures la tierra, para que heredes asoladas heredades; para que digas a los presos: Salid, y a los que están en tinieblas: Mostraos. En los caminos serán apacentados, y en todas las alturas tendrán sus pastos. No tendrán hambre ni sed, ni el calor ni el sol los afligirá; porque el que tiene de ellos misericordia los guardará, y los conducirá a manantiales de aguas. Y convertiré en camino todos mis montes, y mis calzadas serán levantadas. He aquí éstos vendrán de lejos; y he aquí éstos del norte y del occidente, y éstos de la tierra de Sinim. Cantad alabanzas, oh cielos, y alégrate, tierra; y prorrumpid en alabanzas, oh montes; porque Jehová ha consolado a su pueblo, y de sus pobres tendrá misericordia” (Is. 49:8-13).
Esta es una hermosa profecía acerca del Mesías y su obra. Dios dirige esta palabra a su Siervo y promete darnos estas bendiciones por medio de Él. Fue la esperanza mesiánica del pueblo de Israel y sigue siendo la nuestra ahora, pero con matices diferentes.
En cierto sentido, somos como el pueblo de Israel esperando al Mesías. Estamos esperando que Él aderece la situación política mundial, introduzca justicia, libre a los oprimidos, sane a los enfermos, levante a los muertos, e introduzca un periodo de paz y abundancia en el mundo entero. Salud, comida, y prosperidad, ¿qué más puede pedir al hombre? Solo una cosa: Conocer a Dios (Jer. 9:24), tener comunión con Él, entender sus pensamientos, (Is. 52:6), y aprender de sus caminos (Is. 55:8 y Salmo 25:4), compartir sus deseos y amar como Él ama. Fuimos creados con esta necesidad. Por esto vino Jesús la primera vez, para limpiar el templo del Espíritu Santo (Mat. 21:12), nuestras almas, para que pudiese morar en nosotros, haciendo de nuestros cuerpos su templo para que pudiésemos tener una relación íntima con Dios desde adentro.
Esperamos la venida del Mesías, pero a diferencia de los judíos de la antigua dispensación, porque hemos ganado mucho que no tenían ellos. Como ellos estamos esperando su reino (Mat. 6:10), pero como parte de la nueva humanidad, recreados en Cristo (Ef. 2:10), el segundo Adán. Tenemos corazones de carne en lugar de piedra, hemos sido hecho nuevas personas en Cristo (2 Cor. 5:17), capaces de relacionarnos con Dios y vivir en paz los unos con los otros. Estamos mucho mejor que Adán y Eva en el Paraíso. Somos hijos de Dios con nuevas naturalezas, somos morada del Espíritu Santo (Juan 14:23), y tenemos la vida eterna.
Aunque tenemos todo esto, esperamos al Mesías, porque, cuando él vuelva, nuestra redención será completa. Entonces podremos comer libremente del Árbol de la vida en medio del Paraíso de Dios (Ap. 22:2), Dios morará entre nosotros (Ap. 21:3), todos los creyentes seremos su templo (Ap. 21:22), ya no habrá más muerte, y viviremos en perfecta unión los unos con los otros y con nuestro Dios para siempre jamás. Los judíos y los cristianos tenemos nuestra esperanza puesta en la venida del Mesías, pero nosotros conocemos su Nombre.