“Junto a los ríos de Babilonia, allí nos sentábamos, y aun llorábamos, acordándonos de Sión. Sobre los sauces en medio de ella colgamos nuestras arpas” (Salmo 137:1, 2).
Después de todo lo que hemos meditado sobre el ministerio y los tiempos de Jeremías, de la destrucción de Jerusalén y la deportación a Babilonia, vemos este salmo con nuevos ojos. Podemos comprender el significado de estas palabras tan llenas de profunda emoción. Los cautivos añoraban la ciudad que yacía en ruinas. Allí estaba su corazón. Era la ciudad de Dios. Amaban el templo, sus muros, y el mismo polvo de sus calles. No volverían a verla nunca más y se sentaban y lloraban. Se sentían destituidos, desubicados, perdidos. Sentían compasión por sí mismos, dolor por los que ya no estaban, y total impotencia para cambiar nada.
Sus captores les pedían que cantasen algunos de los cánticos de su tierra, pero no tenían ningunas ganas de cantar: “¿Cómo cantaremos cántico de Jehová en tierra de extraños?” (v. 4). No podían. Solo intensificaría su añoranza. Habían colgado sus harpas. “Los que nos habían desolado nos pedían alegría, diciendo: Cantadnos algunos de los cánticos de Sion” (v. 3). Fue una crueldad. Los atormentan y luego piden que canten. Muchos de sus cánticos eran los que entonaban subiendo a Jerusalén para celebrar sus fiestas (algunos salmos eran cánticos graduales que se cantaba por el camino a Sión; los salmos 121 a 134 caen en esta categoría). El solo recuerdo de días pasados de alegría y fiesta intensificaría su dolor.
Solo mencionar Sion les lleva a pensar en su amor por esta ciudad. No es mero patriotismo. Es mucho más. Es parte de su identidad. La religión, la ciudad, su identidad como pueblo de Dios, todo estaba relacionado. La presencia de Dios estaba en aquella ciudad, la única en el mundo con este privilegio: “Si me olvidare de ti, oh Jerusalén, pierda mi diestra su destreza, mi lengua se pegue a mi paladar, si de ti no me acordare; si no enalteciere a Jerusalén como preferente asuntos de alegría” (v. 5, 6).
Luego la mente vuela a las burlas y los insultos que recibieron de los edomitas cuando salieron encadenados de la ciudad, cómo este pueblo celebraba su derrota. Sus viejos enemigos se regocijaban en su humillación. Pedían la total destrucción de Jerusalén: “Oh Jehová, recuerda contra los hijos de Edom el día de Jerusalén, cuando decían: Arrasadla, arrasadla hasta sus cimientos” (v. 7). Luego piden que se haga justicia con Babilonia por lo que les han hecho: “Hija de Babilonia la desolada, bienaventurado el que te diere el pago de lo tú nos hiciste” (v. 8), y pidan venganza a Dios. Si recuerdas, Jeremías ya había pronunciado juicio sobre Edom y sobre Babilonia. Jer. 49:7-22 y Jer. 50 y 51).
Este es el salmo. Podemos ver el pueblo sentado allí junto al río, llorando, recordando, sufriendo humillación y burla, deseando retribución para sus enemigos. Estaban envueltos en sus emociones. Por verles así nos emociona aun más cuando leemos el principio del libro de Ezequiel: En la fecha tal “estando yo en medio de los cautivos junto al río Quebar, los cielos se abrieron, y vi visiones de Dios” (Ez. 1:1). Junto a los ríos de Babilonia Dios abrió el cielo con un mensaje de esperanza para sus cautivos. ¡No los había abandonado! Dios fue con ellos al cautiverio y consolaba a sus desolados. El libro de Ezequiel es la continuación de su presencia entre su pueblo.