JEREMÍAS Y JESÚS
“Jerusalén, Jerusalén que matas a los profetas, y apedreas a los que te son enviados! ¡Cuántas veces quise juntar a tus hijos, como la gallina junta sus polluelos debajo de las alas, y no quisiste!” (Mat. 23:37).
El llanto de Jesús sobre Jerusalén refleja el carácter de Jeremías y también nos remite a él. Jesús estaba viviendo el mismo rechazo siglos más tarde: “El escarnio ha quebrantado mi corazón, y estoy acongojado” (ver Sal. 69:19-21). ¡Cuántas veces habría meditado en la angustia de este profeta, y cuántas veces no habría tomado ejemplo y ánimo de él! Habría sentido su cercanía y se habría identificado con su dolor. Era su compañero de milicias y estaba agradecido por su compañerismo, porque Jeremías había entrado en sus padecimientos. Cuando Jesús subía a Jerusalén para morir decía: “No es posible que un profeta muera fuera de Jerusalén” (Lu. 13:33). Al llegar al templo se acordó del sermón de Jeremías predicado en este mismo lugar y lo citó: “Y les dijo: Escrito está: Mi casa, casa de oración será llamada; mas vosotros la habéis hecho cueva de ladrones” (Jer. 7:11).
En Jeremías, Jesús encontró un amigo que amaba Jerusalén con un amor parecido al suyo; amaba hasta las piedras de sus muros y el polvo de sus calles, y los dos tuvieron que profetizar sobre la destrucción de la ciudad por su rechazo de la palabra de Dios: “Cuando Jesús salió del templo y se iba, se acercaron sus discípulos para mostrarle los edificios del templo. Respondiendo él, les dijo: ¿Ves todo esto? De cierto os digo, que no quedará aquí piedra sobre piedra, que no sea derribada” (Mat. 24: 1, 2). Jesús no lo dijo como un dato interesante, sino con profundo dolor.
Jesús buscaba compañerismo humano en su sufrimiento. Cuando dijo a sus discípulos: “Mi alma está muy triste, hasta la muerte; quedaos aquí, y velad conmigo” (Mat. 26:38), ellos se durmieron. Jesús tuvo que encontrar el compañerismo que anhelaba en los profetas de días pasados, en Jeremías y en otros de su calibre como Oseas que vivía en su carne la infidelidad que Dios experimentó con su amada Israel. ¿Qué hizo cuando encontró de nuevo a su esposa adultera? ¡Se volvió a casar con ella! Nehemías hizo duelo cuando supo que el muro de Jerusalén fue derribado y sus puertas quemadas a fuego; se sentó y lloró y ayunó y oró. Esdras cruzó un desierto a pie para reconstruir su templo.
No eran muchos, pero se cuentan entre aquellos de los cuales el mundo no es digno. Eran los grandes de la historia: Isaías, Jeremías, Ezequiel, personas como el apóstol Pablo, nacido más tarde, pero que ardía con el mismo amor por Jerusalén y el pueblo de Dios que los profetas: “Tengo gran tristeza y continuo dolor en mi corazón, porque deseara yo mismo ser anatema, por amor a mis hermanos, los que son mis parientes según la carne; que son israelitas” (Rom. 9:1-4). Habría dado su alma por ellos.
Cuando Dios destruyó Jerusalén no lanzó relámpagos desde el cielo con desprecio, sino con el corazón quebrantado. La tormenta que cayó sobe la ciudad fueron las lágrimas de Dios, y lo que sacudió sus fundamentos eran sus sollozos. ¿Cómo puede amar a gente tan mala? Pregúntale a Jesús, y pregunta a los profetas. Forman una unidad con el corazón de Dios que añora a una humanidad perdida. Jeremías tenía que haber sido una de las personas de toda la historia que más entendía el corazón de Jesús.