“Así ha dicho Jehová: El pueblo que escapó de la espada halló gracia en el desierto, cuando Israel iba en busca de reposo. Jehová se manifestó a mí hace ya mucho tiempo, diciendo: Con amor eterno te he amado; por tanto, te prolongué mi misericordia” (Jer. 31:2, 3).
Alguien estará preguntando qué hace este resumen al final del libro de Jeremías. El capítulo anterior termina con las palabras: “Hasta aquí son las palabras de Jeremías” (Jer. 51:64). Lo que sigue es el trabajo de un editor. Cubre el periodo desde el comenzó del reinado de Sedequías hasta las tres deportaciones de los judíos y luego se traslada hasta Babilonia y relata que el nuevo emperador de este imperio sacó al rey Joaquín, el penúltimo rey de Judá, de la cárcel donde había pasado 37 años y le dio un lugar de honor en su mesa hasta que murió.
Lo de las tres deportaciones es interesante: En el año 605 Daniel y un grupo selecto son deportados a Babilonia. En el año 597 el rey Joaquín, los hombres más hábiles y los tesoros del templo son deportados. En el año 582/1 se realizó la tercera deportación. Ya vemos que eran espaciadas. Se estima que fueron deportados 3.023 hombres adultos, o en total unas 18.000 personas.
¿Qué pasó a los judíos en Babilonia? Los libros de Ezequiel, Daniel y Ester lo relaten. Básicamente hicieron lo que Jeremías les mandó: “Edificad casas, plantad huertos, casaos, y engendrad hijos, y procurad la paz de la ciudad a la cual os hice transportar y rogad por ella a Jehová; porque en su paz tendréis vosotros paz” (Jer. 29:5-7). Esto hicieron y prosperaron. Para muchos, Babilonia llegó a ser su patria, pero otros todavía tuvieron el corazón en Israel, y eran ellos, o sus hijos, los que volvieron para reconstruir Jerusalén 70 años más tarde, unos 42.370 en total. “Toda la congregación , unida como un solo hombre, era de cuarenta y dos mil trescientos setenta, sin contar sus siervos, y siervas, los cuales eran siete mil trescientos treinta y siete; y tenían doscientos cantores y cantoras” (Esdras 2:64, 65). Estos números no son cifras aburridas; ¡son el milagro de la conservación de Dios!, hombres y mujeres valientes que dejaron todo cuanto tenían para volver a una tierra que nunca habían conocido, pues la mayoría nació en Babilonia, pero tal era su fe en Dios y su amor por Él, que abandonaron el único hogar que habían conocido para buscar a otro, una patria mejor, como hizo Abraham, y todo creyente desde entonces que peregrina hasta la Ciudad cuya Arquitecto y Constructor es Dios, una Patria eterna.
La historia de estos peregrinos y sus emocionantes logros la tenemos en los libros de Esdras y Nehemías. Con ellos, incluyendo a sus contemporáneos Hageo, Zacarías y Malaquías, termina el Antiguo Testamento. Sus descendentes eran los judíos que vivían en Israel cuando nació el Señor Jesús.
Este es el proyecto de Dios, el de edificar una nación santa, aunque tenga que pasar por una deportación para conseguirlo. Dios no acabó con Israel cuando la ciudad de Jerusalén fue arrasada, sino que la purificó en las llamas, y la restauró después del cautiverio. Envió al Mesías y añadió a los gentiles regenerados a este pueblo y lo seguirá santificando hasta que su Rey vuelva en gloria para reinar sobre el Trono de David, tal como profetizó Jeremías (Jer. 23:5, 6).