LA FE QUE SALVA

“Concluimos, pues, que el hombre es justificado por fe. Porque ¿qué dice la Escritura? Creyó Abraham a Dios, y le fue contado por justicia” (Romanos 3:28; 4:3).

La Biblia es muy práctica cuando habla de la fe que salva. No la define en términos de doctrinas que uno tiene que creer, sino que pone a Abraham como ejemplo de la clase de fe necesaria para conseguir justificación delante de Dios. La fe cree a Dios y le obedece, aunque sea a un coste personal muy alto. Por la fe Abraham salió de la ciudad donde había vivido toda la vida, una ciudad moderna donde la gente vivía en casas sólidas, para vivir en tiendas como nómada en el desierto, donde no había ni caminos, para seguir a Dios por dondequiera que le llevase, porque creía que Dios le iba a dar un país, y que lo iba a llenar de descendentes suyos cuando no tenía hijos y era demasiado mayor como para tenerlos. Y hoy día la persona que tiene fe hace lo mismo. Sale del mundo, donde está bien afincado, por el desierto, digamos, rumbo a una ciudad eterna no hecha de materiales tangibles, para un lugar que nunca ha visto, porque cree que Dios se lo va a dar de herencia. Tiene fe en que Dios le va a dar una descendencia espiritual, una familia de la fe, mucha gente, con los cuales va a habitar en este País para siempre.
Recibe lo que Dios le ha prometido por medio de la fe, sin tener en cuenta lo imposible que es que Dios se lo dé. El cuerpo de Abraham ya no le podía dar hijos, y la de Sara, menos, pero no se fijaba en lo visible, sino en lo que Dios le había prometido. El creyente, lo mismo. Recibe las promesas de Dios, las cree por fe, y da por hecho que va a recibir lo que Dios le ha dicho que le va a dar. No depende de lo que ve, sino de lo que Dios le ha dicho. Pasaban los años y era cada vez más difícil que Dios cumpliese su palabra, pero la fe de Abraham no se debilitaba, ¡sino que crecía!
La fe supera pruebas. Cuando Dios le pidió a Abraham que sacrificara a su hijo, Abraham tuvo la fe para creer que aunque su hijo estuviese muerto, Dios todavía podía darle descendentes de él. El creyente sigue creyendo las promesas de Dios aun cuando se complican las cosas tremendamente. Obedece, no importa lo que Dios le pide, y lo hace con fe en que Dios todavía cumplirá lo que ha prometido.
Cuando murió Sara, Abraham estaba viviendo en la tierra que Dios le había prometido, pero no era suya, ni un metro cuadrado. Tuvo que comprar una pequeña parcela donde enterrar a su esposa. Y cuando Abraham murió todavía no tenía las escrituras de su terreno. Solo era dueño del pequeño cementerio, pero creyó que un día aquel país sería suyo, esto es, que Dios le resucitaría y que entraría en su herencia. Lo mismo que nosotros. Lo que Dios realmente le prometió no era el país de Israel, sino el mundo entero (v. 13), “nuevos cielos y nueva tierra donde mora la justicia”, y los hijos de Abraham, los que compartimos la fe de Abraham, sabemos que esto es lo que vamos a heredar, un nuevo mundo que Dios creará de la nada, como suele hacerlo, cuando vuelva nuestro Señor Jesucristo. La fe de Abraham tuvo el mismo contenido que la nuestra, y esta es la fe que salva. Conduce a una relación de confianza con/en Dios: Abraham fue llamado el amigo de Dios. Éstos son los que le conocen. Porque cuando le conoces, sabes que todo lo que dice es verdad. Esta es fe.