LA RESTAURACIÓN DEL ALTAR

“Y habitaron los sacerdotes, los levitas, los del pueblo, los cantores, los porteros y los sirvientes del templo en sus ciudades; y todo Israel en sus ciudades” (Esdras 2:70).
Así que los hijos de Israel volvieron de la cautividad. Una vez establecidos, cada uno en su pueblo de origen y en su casa, podían empezar a trabajar en la reconstrucción del Templo: “Cuando llegó el mes séptimo, y estando los hijos de Israel ya establecidos en las ciudades, se junto el pueblo como un solo hombre en Jerusalén” (3:1). ¿Por dónde empezaron? Poniendo los fundamentos, naturalmente. Pues, no. Empezaron con el altar. Era lo más imprescindible. Cuando una nación vuelve a establecer la relación con Dios según las normas de Dios, hay que empezar con la confesión de pecado. Fue por su pecado que Israel había caído ante Babilonia y que ellos habían sido deportados, pero “el pueblo que escapó de la espada halló gracia en el desierto, cuando Israel iba en busca de reposo. Jehová se manifestó a mi hace ya mucho tiempo, diciendo: Con amor eterno te he amado; por tanto, te prologué mi misericordia. Aun te edificaré, y serás edificada, oh virgen de Israel” (Jer. 31:2-4). La última parte de esta profecía se estaba cumpliendo.
Encontraron misericordia en el desierto. Dios había ido con ellos a la cautividad. Les había ministrado por medio de sus profetas, había abierto puertas de bronce y cerrojos de hierro para que volviesen a Israel para edificar. Empezaron con el altar para conseguir el perdón de su pecado de la manera estipulado por Dios, algo que no habían podido hacer durante 70 años: “Entonces se levantaron Jesúa hijo de Josadac y sus hermanos los sacerdotes, y Zorobabel hijo de Salatiel y sus hermanos, y edificaron el altar del Dios de Israel, para ofrecer sobre el holocaustos, como está escrito en la ley de Moisés varón de Dios” (v. 2).
“Y colocaron el altar sobre su base” (v. 3). Correctamente traducido el texto dice: “Y colocaron el altar en su lugar”. Solo había un lugar en la faz de la tierra donde se podía colocar el altar. Fue el lugar donde Abraham levantó un altar para sacrificar a su hijo Isaac (Gen 22:2, 10) Fue el lugar donde David edificó un altar para parar la plaga que estaba destruyendo Israel (1 Cron. 21:25-27 y 22:1). Y fue el lugar donde Salomón posteriormente edifico el Templo: “Comenzó Salomón a edificar la casa de Jehová en Jerusalén, en el monte Moriah, que había sido mostrado a David su padre, el lugar que David había preparado en la era de Ornán jebuseo” (2 Cron. 3:1). Este es el único lugar que Dios admite para la ubicación del altar. Sin altar no hay perdón de pecado, y sin perdón de pecado, no hay relación con Dios.
Actualmente este lugar está ocupado por el Domo de la Roca, un hermoso edificio musulmán construido sobre la roca que lleva la impresión de la herradura del caballo de Mohamed cuando (afirman) subió al cielo. Obviamente es un lugar de controversia porque los judíos quieren volver a construir el Templo en este lugar. Para nosotros los cristianos, tiene interés turístico, pero nada más. El Templo fue destruido en el año 70 d. C. por los romanos, tal como profetizó Cristo, porque ya no era necesario para conseguir el perdón de pecado porque Cristo ya había muerto, resucitado y ascendido al cielo. Él es nuestro sacrificio perfecto para quitar el pecado (Heb. 10:14). Nosotros “tenemos un altar…” (Heb. 13:10). Acudimos a este altar con frecuencia, a diario, confesado nuestro pecado y recibiendo la limpieza necesaria para mantener nuestra comunión con el Señor. La Cruz es nuestro Altar.