LA VIDA DEL PROFETA

“En el año vigésimo quinto de nuestro cautiverio, al principio del año, a los diez días del mes; catorce años después que la ciudad había sido conquistada, en aquel mismo día, vino sobre mí la mano de Yahvé, y me llevó en visiones divinas a la tierra de Israel” (Ez. 40:1, 2).

Este capítulo se abre en el año 573 a. C. y Ezequiel ya tiene 50 años. Han pasado 25 años desde que fue llevado cautivo a Babilonia. Mucho ha transcurrido desde aquel tiempo. Sin duda alguna el punto más bajo de su experiencia fue cuando tuvo la visión de cómo la gloria de Dios abandonaba el Templo poco a poco hasta desaparecer totalmente de la ciudad (10:4, 18; 11:23), significando que Dios había dejado su Templo y su pueblo. No mucho tiempo después el Templo fue destruido. Y poco después de aquel evento terrible, en el mismo día, su esposa murió y Jerusalén cayó ante los babilonios. Aquel día fue una fecha inolvidable para el joven profeta, dejándole con 36 años sin la esposa a quien amaba, la que era “el deleite de sus ojos”, como Dios se refiere a ella, sin la que había sido su consuelo en la tierra de su aflicción, esto, juntamente con la destrucción de su ciudad natal, amada por él como el lugar de la morada de Dios. Pero ya no; la destrucción del Templo testificaba a su ausencia entre su pueblo, abandonándolo a su suerte ante el ejército invasor de Nabucodonosor.
Había sido un tiempo durísimo para Ezequiel. Perdió todo a la vez. Se habría quedado muy desconsolado. Estaba viviendo en su carne lo que Israel vivía como nación, la misma muerte. La población de Jerusalén iba a ser masacrada. ¡Es tremendo lo que Dios hace pasar a sus siervos! Tienen grandes privilegios y grandes sufrimientos. El ministro eficaz es el que pueda identificarse con el pueblo en su sufrimiento. Del mismo Señor dice: “Y fue afligido con todas sus aflicciones”, las de la casa de Israel (Is. 63:9). “No tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades, sino Uno que ha sido tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado” (Heb. 4:15). Nos entiende y pasa lo nuestro con nosotros. Con la invasión de Babilonia los judíos iban a perder esposas, hijos, hermanos, amigos y Ezequiel sabía lo que sentían.

Desde aquel momento de tanto dolor ya habían transcurrido 14 años. Ahora con 50 años Dios le concede la visión del Templo reconstruido y el retorno de la gloria de Dios. Nada podría haber traído más consuelo y más esperanza a su corazón. ¿Tú puedes vivir sin la presencia de Dios? La vida no tiene sentido sin Él. Puede ser que te toque experimentar la pérdida de tu conyugue, u otro familiar, pero perder la presencia de Dios es una pérdida insoportable. Es lo que pasó a Job, por ninguna culpa suya. Llegó al punto de desear nunca haber nacido, anticipo de lo que le pasó a Jesús en el Calvario cuando clamo: “¡Elí, Elí! ¿Lemá sabájth-aní?, esto es, Dios mí Dios mío, ¿por qué me dejaste” (Mateo 27:46). En su caso Dios le había abandonado de verdad, abandonó su Templo, la encarnación del cual era Jesús, Dios con nosotros, de la misma forma como había abandonado su Templo en tiempos de Ezequiel, por el pecado de su pueblo, cosa que Jesús llevaba encima en el Gólgota.

Pero ahora, ¡maravilla de maravillas!, Dios estaba a punto de volver para vivir entre su pueblo de nuevo. Lo primero que hace es hablar del lugar de su morada, el Templo (capítulos 40-42), y después, viene a ocuparlo (43). ¡Dios volvía!