DANIEL ACOGE LA PROMESA

“En el año primero de Darío, hijo de Asuero, del linaje de los medos, que fue hecho rey sobre el reino de los caldeos, yo, Daniel, volví mi rostro hacia Adonay Ha-’Elohim, buscándole en oración y ruego, en ayuno, cilicio y ceniza” (Daniel 9:1-3).

            No había duda en la mente de Daniel acerca de la causa de su exilio. Él se enteró en el exilio de todos los horrores prometidos por Dios si su pueblo no obedecía su santa ley. Supo del terrible sitio de la ciudad, la gente muriendo de hambre, las plagas, la muerte de millares; supo de la destrucción del templo, el saqueo de la ciudad, y la deportación de sus gentes. Él mismo había sido llevado a Babilonia en cadenas tras la derrota de su pueblo. Sabía que Jerusalén no cayó porque Dios no tenía suficiente poder para defenderla, sino por el terrible pecado del pueblo a pasar del incesante aviso de parte de sus profetas, culminando en el ministerio de Jeremías. Sabía que había ocurrido en cumplimiento de lo Dios advirtió que pasaría si incumpliesen su ley, tal como viene profetizado en Levítico 26 y Deuteronomio 28.

Pero también sabía que había una clausula en la ley que podría echar mano a ella para poner al revés la presente desgracia, y esto es lo que él se preparó para hacer mediante el ayuno y la humillación delante de Dios. Sabía que la ley dice: “Pero ellos confesarán sus iniquidades, y las iniquidades de sus padres, y la rebeldía con que se rebelaron contra Mí, y confesarán también que por cuanto anduvieron en oposición conmigo, yo también tuve que andar en oposición con ellos, y llevarlos a la tierra de sus enemigos” (Lev. 26:40, 41). Él ya estaba en tierra de sus enemigos, y se dispuso a hacer lo que pone la palabra de Dios a continuación: “Entonces se humillará su corazón incircunciso y entonces aceptarán el castigo de su iniquidad” (v. 41). Daniel no tenía un corazón incircunciso, temía a Dios y le amaba y vivía en estricta obediencia a su ley, y por eso estaba en condiciones para interceder a favor de su pueblo. Y esto es lo que hizo según las instrucciones escritas por Moisés.

Daniel oró: “Y oré a Yahweh mi Dios e hice confesión diciendo: ¡Oh Adonay! Dios grande, digno de ser temido, que guardas el Pacto y la misericordia con los que te aman, y guardan tus mandamientos” (Daniel 9:4). Daniel puso su dedo en la causa de la desgracia de Israel. Había roto el Pacto. No había cumplido los mandamientos de Dios. “Hemos pecado, hemos hecho impíamente, hemos sido rebeldes, y nos hemos apartado de tus mandamientos y de tus ordenanzas” (v. 5). Efectivamente. Esto es lo que ha  pasado. Y Daniel reconoce que la consecuencia es lo que les ha pasado: “¡Oh Adonay, tuya es la justicia, y nuestra la confusión de rostro, como en el día de hoy lleva todo judío, los moradores de Jerusalem… en todas las tierras a donde los has echado a causa de su rebelión con que se rebelaron contra Ti!” (Dan. 9:7). También sabía de la ley: “De nuestro Dios es el tener misericordia y el perdonar” (Dan. 9: 9). Y habiendo confesado el pecado del pueblo se puso en efecto otra ley de Dios, su promesa: “Entonces Yo también recordaré mi pacto con Jacob, y también mi pacto con Isaac, y también con Abraham recordaré mi pacto, y me acordaré de la tierra” (Lev. 26:42). Dios escuchó la oración de Daniel e inició el plan de restauración. Los cautivos volvieron a Jerusalén para reconstruir la ciudad y reedificar el templo, y Dios volvió a hacer su morada allí.