DESCONSOLADO BAJO LA JUSTA IRA DE DIOS

“De los cielos lanzó un fuego que ha penetrado en mis huesos, me ha dejado desolada, apesadumbrada cada día. El yugo está atado con mis transgresiones que, entrelazadas por su mano, gravitan sobre mi cerviz y hacen tambalear mi fuerza; Adonay me ha entregado a una mano contra la cual no puedo levantarme” (Lam. 1:13, 14).

            Jerusalén, la ciudad enlutada, reconoce la justicia de la devastación que le ha caído encima. Son sus propios pecados amontonados sobre su cuello por la mano de Dios los que la han aplastado, y no puede levantarse.  Dios es el que ha convocado el enemigo contra ella y lo ha usado para tirarla a tierra.

“¡Adonay ha hollado en el lagar a la virgen hija de Judá” (v. 15). La sangre que corre por las calle es como el jugo de la vid que sale cuando la uva es aplastada en el lagar. La ciudad que se creía invencible por el pacto que tenía con Dios ha sido derrotada. No era por la incapacidad de Dios para defenderla contra sus enemigos, sino porque sus ciudadanos habían quebrantado el pacto. Lo mismo puede darse cuando el cristiano presume del Nuevo Pacto y piensa que puede pecar todo lo que quiere y no le pasará nada. Caerá en manos del Dios vivo y su quebrantamiento puede ser fuerte. Estas Escrituras nos han sido dadas como avisos solemnes. No podemos descuidar nuestra salvación y quedar impunes. El Dios que nos ama nos disciplinará, y esta disciplina puede ser tremenda, mucho más fuerte de lo que podemos imaginar. Dios hará lo que haga falta para que volvamos, aun si nos tiene que dejar postrados.

            “Por estas cosas lloro, y mis ojos se deshacen en aguas, porque está lejos de mí el Consolador, el que consuela mi alma… el enemigo ha prevalecido. Sión extiende sus manos pero no hay quien la consuele” (v. 16, 17).  Está desconsolada, devastada, tirada al suelo y hollada, y clama implorando ayuda, pero no hay quien acude. “Justo es Yaheh, porque yo me rebelé contra su Palabra” (v. 18). Reconoce la justicia de Dios en lo que le ha acontecido. ¿No es esto el mismo propósito de todo lo ocurrido, el de llevar al pueblo de Dios al reconocimiento de su pecado y de la merecida respuesta de Dios a su negativo de arrepentirse a pesar de décadas de avisos de parte de los profetas enviados por Dios?  Ahora Dios lo ha conseguido: se han arrepentido. Esto es lo que ha costado.

“Mira, oh Yahweh, que estoy angustiado, mis entrañas se conmueven, mi corazón se revuelve dentro de mí, pues he sido rebelde en gran manera, por fuera deshijó el cuchillo, por dentro se enseñoreó la muerte” (v. 20).  Entre la espada y el hambre la gente se muere. Contaba con la ayuda de sus aliados, pero le han fallado. No hay nación que venga a su rescate, no hay consuelo de sus vecinos, al contrario, aprovechan la destrucción de Jerusalén para seguir saqueándola y celebran su derrota: “Todos mis enemigos han oído mi mal, se regocijan que Tú lo hiciste. ¡Haz que venga el día anunciado y sean ellos como yo!” (v. 21). Pide que ellos también tengan su justa retribución.

“Lleguen a tu presencia sus maldades y trátalos a ellos como me trataste a mí por todas mis transgresiones, se multiplican mis lamentos y mi corazón desfallece” (v. 22). Si no se arrepienten, esta será la suerte de los que ahora se burlan de nosotros, pero nuestra petición es que se salvan. Si nuestro testimonio ha sido pobre, una de las maneras más eficaces de llevarles al reconocimiento de su pecado es reconocer que Dios ha sido justo al dejarnos vivir las consecuencias de nuestros yerros, y darle la gloria confesando nuestro pecado y volviendo de todo corazón al Señor.