ABUELOS, ANTEPASADOS Y LO QUE HEREDAMOS

“En cuanto a mí que nunca me jacte de otra cosa que no sea la cruz de nuestro Señor Jesucristo. Debido a esa cruz mi interés por este mundo fue crucificado y el interés del mundo por mí también ha muerto. No importa (ninguna otra cosa). Lo que importa es que hayamos sido transformados en una nueva creación” (Gal. 6:14, 15).

Los de nosotros que somos un poco mayores recordamos a nuestros abuelos con mucho cariño. ¿Qué hemos heredado de ellos? Esto depende de muchas cosas. Si ellos pasaron una guerra, o si vivían en pobreza, o si murieron relativamente jóvenes, puede ser que poco. En otros casos, más. De mis abuelos conservo platos de porcelana, algunas joyas, libros, fotos y cubiertos de plata, pero no es lo que más valoro, sino más bien cosas no materiales como su ejemplo de un comportamiento correcto, el respetar a otros, el amor para la patria, el aprecio de la buena literatura, el expresarse bien, el amor a la escritura. Valoro sus cualidades personales: la dignidad, el saber estar, el orden, la formalidad, el cumplir con el deber, y la honestidad. Lo que conservo de ellos son las cualidades suyas que ahora forman parte de mi carácter. El amor por ellos conservaré siempre; siempre les amaré, y el amor nunca muere.

Como cristianos apreciamos nuestros antepasados, pero nuestra valoración propia no procede de ellos, ni del rango que ocuparon en la sociedad, sino de ser perdonados por Dios, lavados de nuestros pecados en la sangre de Jesús y limpiados, adoptados a la familia de Dios y hechos templos de su Santo Espírito.

Jesús es el único que vivió una vida perfecta, sin buscar nada propio, dando todo lo que tenía a otros, hasta la última gota de su sangre y su último aliento. De él podemos ser orgullosos, no de nuestro árbol genealógico. Somos orgullosos de pertenecer a Él y tenerle como nuestro Rey y Dios.

La genealogía de Jesús incluía a reyes y gente común, prostitutas, la esposa de otro hombre, extranjeros, el hombre más sabio, y un brillante guerrero-rey quien también fue poeta y amante de Dios. Su identidad no descansaba tanto en ser el hijo de David, como en ser hijo del hombre, en ser uno de nosotros, para poder salvarnos. Lo que le movía no era la gloria de sus antepasados, sino el amor hacia los que había venido a salvar. Sabía quién era, el hijo de David y el legítimo pretendiente del trono de Israel, por un lado, y el eterno Hijo de Dios, por el otro, y consciente de ello, lo sacrificó en la cruz por amor a ti y a mí. Nunca hubo nadie que tenía tanto para sacrificar o que lo hizo con un amor tan intenso.

Cuando murió estaba muerto de verdad, sin posibilidad de recuperar lo que había perdido, pero Dios Padre le levantó y le colocó en el trono del universo como Dios y Rey, “Rey y reyes y Señor de señores”. Es de Él de quien somos orgullosos. Al adorarle de rodillas nos gloriamos en la grandeza de quien es, el humilde Rey del universo, el que murió y vive para siempre, el que nos lavó de nuestros pecados con su sangre y nos hizo reyes y sacerdotes para nuestro Dios. En Él nos gloriaremos.